El invierno canadiense estaba lleno de mitos. Ya había hecho mucho frio pero los canadienses insistian en que no es invierno hasta que no nieva. ¿Estarían exagerando? ¿Sería tanto más frío el invierno en Canada que -10 grados? Finalmente, llegó la nieve. Desde el lunes (o el domingo a la madrugada para ser estrictos) hasta el viernes nevó sin parar en Waterloo. Y, efectivamente, cambió todo.
Ya el mismo lunes con las primeras luces del día, luego de la nieve que había caido durante la noche, la ciudad estaba totalmente cubierta de nieve. Todo se veía bajo un manto blanco. Muy blanco. Blanquísimo. Jaime Ross dice que lo más blanco que hay es la primera vez que vio nieve. Yo ya había visto nieve antes. Debería decir que para mi lo más blanco que hay es la primera vez que vi una ciudad cubrirse de nieve. La nieve nueva es impresionantemente blanca. La ciudad que yo veía desde la ventana no era la misma ese lunes. Todo se igualaba cubierto de blanco.
Los terrenos baldíos de Waterloo que no me gustaron a mi llegada. Los edificios y las casas. Todas las veredas por las que no muchos caminan. Las calles por donde circula una sorprendente cantidad de autos para lo pequeño que es este pueblo. Los enormes estacionamientos vacíos por las noches. Los coches estacionados. Las escaleras de incendio en las paredes laterales. Los árboles. La inmensidad del parque. La universidad. Los faroles. Los carteles con los nombres de las calles. Los tachos de basura. Los jardines al frente de las casas. Lo que me gusta, lo que me me remite a la belleza. Lo que no me gusta, lo que me remite a fealdad. Lo que me resulta extraño. Lo que me resulta familiar. Todo. Todo. Ese lunes a la mañana todo estaba cubierto de nieve.
No podría decir qué es pero hay algo que extrema las sensibilidades cuando cae la nieve. Quizás sea esa capacidad para cambiar totalmente el paisaje visual. O tal vez sea la forma en la que todo se iguala pintado de blanco. Está también ese modo tranquilo que tiene la nieve de caer, sin ningún apuro por llegar al suelo, como suspendida en el aire, casi queriendo desafiar las leyes de la gravedad. Puede ser que sea todo esto junto. Pero la nieve deja una sensación de irrealidad, de cuento, de magia.
Claro, esa ficción se vuelve, también, indudablemente real. Porque la nieve, no solamente se cuela en nuestra sensibilidad sino también y muy fuertemente en nuestra vida cotidiana. La nieve, mientras cae, no es más incómoda que la lluvia. Al contrario. Si bien es mucho más fría y lastima un poco los ojos y la cara, se sacude fácilmente de la ropa. La diferencia mayor entre estas formas de precipitación consiste en la mayor facilidad que tiene la nieve para acumularse. Ese manto blanco, liso y puro que uno ve desde lo lejos es una gran dificultad a la hora de desplazarse por la ciudad. Los coches no pueden circular por las calles si no pasa la máquina antes barriendo la nieve. Los peatones debemos estar muy bien equipados en cuanto a calzado: es imposible caminar sin unas buenas botas impermeables. Aún contando con zapatos adaptados para la nieve, resulta extremadamente cansador caminar cuando en cada paso el pie se hunde completamente en la nieve. Por eso, también los peatones vamos eligiendo los senderos que las máquinas (las de las veredas, que son más pequeñas que las de las calles) han ido abriendo para los peatones.
Después de haber vivido un tiempo en Waterloo me había adaptado con bastante gusto a escapar del rígido esquema mental al que estamos sometidos quienes vivimos muchos años en una ciudad moderna con un trazado de damero bastante consistente. Disfrutaba de la posibilidad que da una pequeña ciudad -cuyas manzanas no están completamente edificadas y que en el medio tiene un grande y hermoso parque- de elegir el sendero entre una variedad de posibilidades en vez de seguir siempre caminos adaptados a calles perpendiculares entre sí. Esa libertad se ve extremadamente restringida cuando estamos obligados a elegir entre los pocos caminos que han sido abiertos por alguna de las máquinas.
Caminando con facilidad, con dificultad, con ganas, con entusiasmo, con resignación, con libertad, siguiendo el camino ya trazado o inventandolo, el año va terminando. Mientras en Buenos Aires llueve y llueve como pasa siempre los últimos días de la primavera antes de que el verano termine de instalarse; aquí, en el Norte, las precipitaciones toman otra forma. Una forma totalmente diferente y novedosa para mi. Y brinda un escenario muy natural para las fiestas de navidad y año nuevo. Sumemosnos a las expectativas de renovación. Miremos las páginas de las agendas del 2010 que hoy están esperando nuestros proyectos teñidas de ese color tan puro que ilumina el fin de año. Blanquísimas. Como lo más blanco que hay.